¿Cuándo estamos viendo un monólogo poderoso en el teatro?
El monólogo teatral tiene un poder ancestral. Es un acto de valentía escénica, una comunión entre el silencio de una sala y la voz de un solo ser humano que, parado frente a nosotros, desata un torrente emocional. Pero no todo monólogo es poderoso. Hay momentos en los que presenciamos algo que trasciende, que nos transforma, que deja huella.
Y entonces, la pregunta resuena: ¿Cuándo estamos realmente frente a un monólogo poderoso?
Puedo escribir esto porque he podido respirar. Luego de mi primer impacto hace ya varios años – a finales del 2018- he vuelto a destruirme emocionalmente en una butaca, esta vez con una actriz que como dije, nos llevó a todos al cielo y al infierno y agrego, fue sorprendente y ha ocurrido en el 2025 – en lo particular me tomó desprevenido- y fue un «golpe emocional» más duro. Bueno, espero no morirme viendo teatro en el próximo monólogo poderoso, aunque eso sería un inmerecido premio. 😉 Mientras tanto (y mientras llega mi columna sobre esta nueva experiencia), he decido teorizar al respecto. Citar, no tiene la intención de comparar a ninguno de los dos actores. Soy yo el impactado con ambos.
Vamos al grano que no soy yo quien importa.
No es solo hablar solo
Un monólogo no es simplemente un actor o actriz hablando sin interrupción. No es recitar un texto largo, no es llenar minutos con palabras bellas pero vacías. Un verdadero monólogo poderoso no se construye desde la extensión, sino desde la intensidad.
Cuando un intérprete se convierte en vehículo de una verdad interna y profunda, cuando se despoja de todo artificio para encarnar lo que otros apenas logran sugerir, estamos ante algo diferente. Aquí no hay lugar para la pose ni el ego. Hay una entrega total. Porque el monólogo exige que el alma hable y no solo la voz.
La historia: columna vertebral o lastre
Una historia débil no resiste un monólogo. El público necesita creer que ese personaje tiene una necesidad urgente de hablar, que está desbordado por una emoción, un recuerdo, un deseo o una revelación. No se trata de que nos cuente todo. Se trata de que no pueda callar.
Los monólogos más poderosos nacen de historias que palpitan. Pueden ser cotidianas o extraordinarias, pero tienen que estar vivas. Y en esa vitalidad, el texto no puede ser solo literario: debe ser visceral. Si el texto no late, el monólogo se desploma.
El escenario: presencia invisible
El monólogo se da en un espacio, pero ese espacio no es neutral. Un escenario que potencia el relato sin competir con el intérprete es un cómplice silencioso. No se trata de grandes escenografías ni de juegos de luces exuberantes. Se trata de atmósfera.
Un escenario bien usado crea un mundo íntimo, incluso en la sala más amplia. La silla vacía, la sombra al fondo, la textura de una tela o el sonido de una gota: todo puede sumar si está justificado. Pero un exceso rompe la conexión. Si la forma gana al fondo, el monólogo se convierte en un número, no en una vivencia.
El cuerpo que vibra: el intérprete y su don
Aquí ocurre la alquimia. Un monólogo poderoso se reconoce cuando el cuerpo del intérprete ya no pertenece del todo a quien lo habita. Cuando cada gesto, pausa, respiración y mirada transmiten algo más allá del texto. No hay escapatoria: si el actor no siente, el público no siente.
Los grandes monologuistas no actúan, se funden con el momento. Se desnudan emocionalmente frente al público, no para impresionar, sino porque el personaje los está quemando por dentro. No existe «técnica suficiente» que sustituya esa entrega.
La dirección que orquesta lo invisible
Sin una dirección clara y valiente, el monólogo puede perderse en el ego del intérprete o la frialdad del texto. La dirección es el oído externo que ajusta, recorta, contiene y expande. Es quien ve lo que el intérprete no puede, y quien guía la emoción sin traicionar su verdad.
Un monólogo poderoso lleva la huella de una dirección que entendió el silencio, la urgencia y la mirada del público. Que supo cuándo dejar espacio y cuándo intervenir. Que respetó la verdad del actor, pero también le exigió llegar a ese lugar donde no hay retorno.
Tocar la fibra: cuando ya no podemos respirar igual
Un monólogo poderoso cambia algo en nosotros. Nos hace temblar, nos hace recordar, nos hace llorar en silencio o reír con una intensidad que desarma. Nos expone.
Sentimos que hemos escuchado algo que no era solo un personaje: era también un espejo, una pregunta, una herida o una esperanza. Porque el teatro, cuando es verdadero, no entretiene: remueve. Y un monólogo poderoso es, sin duda, uno de los instrumentos más profundos y honestos para lograrlo.
Un antes y un después
Cuando salimos de una función donde presenciamos un monólogo poderoso, ya no somos los mismos. Hemos estado cerca de la esencia pura del teatro: la palabra encarnada, la emoción sin filtros, la verdad desnuda. Y entonces entendemos por qué vale la pena seguir creando, dirigiendo, actuando o simplemente y poderosamente, sentándonos a escuchar.
Porque hay momentos en los que el teatro nos toca con tal precisión que nos cambia para siempre. Y esos momentos, casi siempre, vienen de un ser humano solo en escena, hablándonos como si no hubiera nadie más en el mundo.
Entonces: ¿Cuándo estamos viendo un monólogo poderoso en el teatro? Probablemente ocurre cuando tenemos la dicha de hacer la intersección – en vida- con esa actriz o actor que se enfrentaron a la visión, cuando recibieron el texto, y ni ellos, ni nosotros lo sabían, pero mezclaron dolor, con fantasía, amor y dicha.
Yo solo he visto 2 monólogos poderosos en toda mi vida y agradezco haber vivido para ello. Y no, no tengo la intención de comparar una experiencia con la otra, pero es mi mente y mi corazón quienes me llevan por este escrito sin resistencia. No ha sido nada fácil esperar este momento.
Escrito por: Sergio González. Director ArtesUnidas.com – 19/05/2025
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