Un vestigio de colores

Había una vez, un vestigio de colores. Era verano, dejó olvidado el saco en la mesita de los sinsabores -yo lo vi- porque distraído luego se puso a bailar tras el borde de la playa a la hora del sunset. Entonces cuando se encontró con ella en la puerta de un teatro, -olvidó cerrar los ojos-, lo que le hubiera salvado el alma y recuperado los 1000 latidos que exhaló. Hoy que intenta perder la memoria no andaría perdido en el hubiese, y más sonreiría más fácil, librado de aquello que lo endurece.

Más regresemos al día siguiente del baile, antes de los hechos del giro «dramatical», más de golpe, le cuenta ahora que se ha cruzado con una paloma blanca -según él obra y mensaje divino- y tres segundos después, entre grises repetitivos, agrede al futuro y quiso seguir disidiendo y decidió tramitar un pasaporte hasta la sinceridad para contarme que le costó abrir el pecho y encontrarse allí en la mentira verdad y en la caída, un espejo. Y cayó sin ceros en el desafío, pero aceptó el dolor que vendría asumiendo las palpitaciones tras verla, esta vez, en un fortuito cruce de esquinas.

De pronto un girón lo regresó a aquellos días posteriores, donde los cercos – caídos- de sus avatares «feisbuqceros» sonreían con la voz y lejos aún andaban los bloqueos persistentes que – valgan verdades-, duelen.

Y saliendo de allí con prisa, se tomó un par de copitas amarillas con tonos rojos encima, junto a ese sentir de antaño, para abrir los ojos despierto pero en el momento innecesario donde fue transparente y se lo contó todo pseudo arrepentido de los mil giros volando que causó que al inicio reían con mil títulos jugando, y ahora, tirados quedaban sus chistes, sus canciones, y las risas y las cucharas de almuerzo, que doblaban el espacio con sus besos y cantos, «tristesceando» maltrecho de palabras, los olvidos.

Más este vestigio – creyente del amor- se alistó con la garganta hecha tirones, a caminar de largo portando únicamente su propia historia de cambios y hasta bien entrada la mañana, aplastado por un enorme libre albedrío, se la pasó confesándole a la montaña, había visto de nuevo el futuro, pero esta vez, desmenuzado y solitario, pintado de huracán, transcurriendo en azul, por dónde el rojo clavaba su ojos incólume y el cauce de colores, pegoteaba estragos sin responderle desde acaso emociones responsables.

EL vestigio reboloteaba abriendo la puerta de nuestros días y poco a poco concluía, que había besada una trampa valiente, hermosa, certera y carretera, más de verdad: mentira, y de diccionario: antojadiza, donde yacían explorados, dos corazones silenciados.

Cansado, el vestigio, huyó de camino al puente para cruzarlo, encontraría al transitarlo, una pequeña casa vacía esperando al final de sus gestos, -los de ella otra vez- y dentro de la casa un espejo gritándole una y otra vez que había sido desnudado como la huella sobre la arena, como la sombra modificada después del medio día, aunque mejor, imposible en su mente dibujado de vetusto el gesto del reencuentro en silencio.

Y la casa, era un lugar enorme, donde los hombres lloramos a solas, donde aguantamos las tentaciones de explotar en acciones que ellas califican – de pura excusa- como incoherentes «cómos» que de nada sirven cuando herido caes en la batalla.

Entonces luchando contra el olvido de su rostro, entró en una profunda agonía, encontró correspondencia con la muerte, letargo y manías. Y como de viajante cómodo y glucosado,  lo asesinaron poco a poco, y esa noche, entendió la pauta y prometió quedarse – esta vez cumplir- en silencio, porque amarla ya no podía, eso dolía – y así lo sentí hace pocos días.

Y tras una noche, de truenos y cantada por el sonido de lobos, un ciclo de acuchillamientos se multiplicó en perfecta decoloración,  se sintió cargado y entretenido, miró al lado del camino y de lejos el punto puente le dijo: ¿Tanto te había tomado pisar mis hierros para darte cuenta de tus excesivos sentimientos?

Y el vestigio se detuvo a pensar, de hecho – jamás lo había considerado – y respondió con el último hálito de roñosería: ¿Abandono lo acontecido o me voy sin destino, tras la cúspide ininteligible de un nuevo arreglo musical?

Desde aquella hora ningún reloj del mundo supo medirle el trote, nadie supo que ocurrió con el vestigio desde entonces, aunque en su celular, decían que tras borrar una a una todas las fotos de quien amó tanto en tan poco tiempo, cayó desde lo más alto, lo pisoteó todo pero no pudo jamás hacerlo con su canto.

El mundo siguió, y del vestigio nadie recordó, aunque de vez en cuando su casilla de correo electrónico recibía un matiz que él jamás vio, pero tras lo que siguió alguien dijo que debió haberlo sentido. El punto es que tras pasar los meses, un día de aquellos que nadie esperaba, un niño apareció.

Era un niño al que todos observaron porque venía vestido con los mismos colores de aquel vestigio que meses atrás había desaparecido sin más, pero con los tonos más iluminados. Un niño feliz, risueño y de risas robustas y voz ronca.

Ocurrió una mañana cualquiera, después del desayuno y antes de salir fuerte el sol, como de costumbre. Sin si quiera suponer una quimera, todos caímos rendidos a la idea que despejaba nuestras dudas frente a los espejos, mientras el vestigio, transformado estaba delante de nosotros sin saberlo, dejándose ver con el alma limpia. El mismo con una emoción vibrante, nos contó que encontró unas huellas saliendo descalzas al volver una mañana a una escalera que rodeaba la bajada hasta una playa que se quedó en su corazón por mucho tiempo. 

Qué fue feliz, volviendo a ver las casas antiguas, que le llamaban desde su habitación, porque necesitaba transformar en verdad esa mañana donde alguien había tomado ya, decisiones unilaterales en libertad. Y probó el agua hasta cubrir sus pies y la sal le cambió el reflejo de adulto y entonces sonrió hasta volver a la misma habitación donde había dejado el alma y el corazón. Y al día siguiente, cuando extrañaba el puente, lo cruzó y aquí estábamos fusionados, frente a todos los ojos familiares que habían sufrido conmigo, sin saber, un evento de extinción de la felicidad.

Y como dijeron los entendidos, el niño era el vestigio reparado, y yo lo vi, en una ciudad de espejos, cuando regresé solucionado, después de tanto para seguir sanando, volver a sonreír por dentro, y con los únicos y más bellos recuerdos, de aquella mujer que ame tanto, sembrar una flor en el centro de su parque, frente a su casa y luego, desaparecer en un nuevo recuerdo, dentro de un nuevo cuerpo, sin mirar atrás.

«Un vestigio de colores»

  • Escrito por: Sergio González Marín
  • 15/05/2023 – 19:44 pm

 

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